No se si hay muchas cosas que decir de Valentín.
Supongo que quien lo conozca bien, podrá hablar largo y tendido.
No es mi caso.
A Valentín yo lo conocí por azar, por el azar que implica cada día de la vida o bien por mínimo azar que implica tomar decisiones.
Yo no sabía a quien iba a encontrar y lo encontré a él. Lo encontré mientras andaba despistada en un terreno que me resultaba, además de nuevo, áspero. Lo vi a lo lejos la primera vez. No tenía nada de especial, no destacaba.
No lo conocí por destacar a Valentín. Aunque el sea uno de los que siempre destaca.
Lo conocí porque la vida tiene vueltas, giros, espirales, laberintos incorporados, idas, vueltas y porque resultó que en una de esas maniobras se me cruzó. O yo lo crucé.
Se me cruzó como se te cruza un gato en la calle. Sorpresiva e irrelevantemente.
Pero la segunda vez que coincidimos no fue ya una más del montón.
Esta vez giramos, los dos al mismo tiempo, en la misma esquina.
Intercambiamos palabras, chistes, gestos y un día todo se me fue de las manos con Valentín y creí que al también.
El alegó que no. Aún hoy lo hace. Yo le digo que le creo. Que lo entiendo. Que todo está bien. Pero en el fondo de mi silencio todavía hoy creo que, de nuevo, ambos habíamos doblado en la misma esquina al mismo tiempo.
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